Ahora que se acercan las vacaciones es posiblemente el momento de recordar aquellos trenes antiguos que nos acercaban lentamente, con múltiples paradas, a las ansiadas vacaciones de verano. En aquel mundo analógico, sencillo y simple, del que se bebía agua de un botijo cuando hacía calor sin importar la clase ni condición y sin que nadie te contagiara de nada. Habían limones, naranjas, melocotones, peritas de San Juan, maravillosos sabores de fruta. Membrillo de Puente Genil, tortas de Álcazar, mantecadas de Astorga, cecina de León, vendidas al paso en las estaciones. A veces podía comer higos chumbos que un señor me pelaba en un plato de lata y nunca enfermé en los viajes.
Hoy debo comprar una plaza en el coche silencio para que no me asalten los móviles escuchando conversaciones que no me interesan, el agua va acompañada de sabores y se vende en botellines que sacas de máquinas expendedoras que no siempre expenden, la fruta si existe es insípida y está metida en un vaso de plástico, los dulces son industriales y además me van a colocar a un bicho metido en una jaula en el asiento de al lado. Antes vendían billetes para los animales y se les guardaba en las perreras. No puedo protestar porque los animales tienen derechos. ¿Y yo? Entre el gigantesco montón de derechos que tienen los animales, las plantas, el medio ambiente y toda clase de colectividades humanas afectadas por cualquier desgracia o de especial característica, ¿las personas normales tenemos algún derecho, aparte del de pagar? ¿Seguro que vivimos mejor?
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