En Madrid, a veinte de abril de dosmilveintiuno, un amigo mío me ha hecho un regalo entrañable e inesperado. Un vagón cerrado de Renfe. Un golpe de felicidad. Uno de esos modelos de construcción propia que, cuando tiene tiempo, crea para su colección. En este tiempo de encierro y aburrimiento, ésta sí que ha sido una vacuna y no la del Covid, que ni está, ni sé si se la espera. ¿Qué puedo decir sobre esto?
El concepto de la amistad me resulta más fácil definirlo que explicarlo. Según la RAE se trata de afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato. En la vida real no suele darse esta definición de forma completa, pues es habitual que esos dos adjetivos, puro y desinteresado, queden obviados en multitud de casos aunque sigamos denominando amigos a aquellos con los que nos reunimos habitualmente por múltiples circunstancias de toda índole.
El problema comienza cuando los dos adjetivos ya forman parte primordial de la definición. Estas son las amistades peligrosas. Individuos que quieren hacerte feliz y lo consiguen. Seres extraños que no tienen más interés en su trato que disfrutar conjuntamente de emociones, sensaciones, y hasta de las aficiones.
Estas personas deberían tener restringido el acceso social a aquellos otros que, como yo, no pueden corresponderles de la misma manera ni de ninguna otra. Deberían estar identificados de alguna forma para poder tomar medidas preventivas ante lo que se nos puede venir encima. Soy partidario de controlar el número de humanos de estas características para limitar su proliferación procediendo a su reeducación, ya que en el mundo actual este comportamiento resulta un anacronismo, e incluso un peligro, que si se extiende, podría llevar a la ruina a nuestra civilización.
Amistad desinteresada ¡escalofriante sentimiento!
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